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Cuando el fútbol ya no es el opio del pueblo

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indignados brasilJosé Luis Pérez Triviño.
Profesor titular de Filosofía del Derecho.
Autor de «Ética y deporte». Desclée de Brouwer, Bilbao.

Hace unos días, John Carlin en un magnífico artículo decía lo siguiente: «Si el fútbol no existiera habría, como Dios, que inventarlo. Solo que uno se pregunta a veces cuál de los dos es una fuerza más benigna para la humanidad». Y argumentaba a continuación que gracias al fútbol podemos los aficionados canalizar nuestros peores instintos, el odio, el resentimiento, la ira y dirigirlas únicamente al equipo rival y a sus aficionados en un tiempo y espacio acotado: durante dos horas a la semana en un estadio de fútbol. Ahí se queda la euforia, el odio y esas otras emociones. El aficionado grita, insulta, berrea, e incluso amenaza; pero, normalmente, no da el paso que conduce a la violencia. Gracias a eso, la sociedad encuentra una vía de pacificación. Sostiene Carlin, merced a esa fuerza terapéutica «no es una exageración afirmar que gracias al fútbol el mundo es menos violento y cruel de lo que sería sin él». Y concluye, que si individuos como los hermanos Tsarnaev hubieran conducido su ira a través del fútbol (u otro deporte) quizá no hubieran cometido el atentado de Boston.

Pero los políticos no se conforman con usar el deporte como esa terapia social que señala Carlin. También pretenden darle un uso distinto para beneficio propio. Es un tópico señalar que el deporte en general, y el fútbol en concreto es el opio del pueblo. Esto ha sido especialmente frecuente en países subdesarrollados o que padecen la lacra de la pobreza. No es extraño que esas circunstancias los gobiernos, consciente o inconscientemente, utilizan el deporte como una válvula de escape para los integrantes de las capas más sufrientes de la sociedad, que así se pueden evadir aunque sea por un breve espacio de tiempo de las penurias cotidianas. El fútbol es así utilizado como una herramienta para dar salida (falsa) a las tensiones y miserias de una población empobrecida y con nulas o pocas capacidades de resistencia política. De esta manera, la población se entretiene con los éxitos de los deportistas patrios, en vez de preocuparse por tratar de revertir la situación socio-económica en la que viven. El fútbol produce un adormecimiento social que desvía la atención política y de esa manera, impide que puedan surgir ánimos de desobediencia y rebeldía frente a los gobernantes.

Pero este uso espurio del fútbol no es patrimonio de los gobernantes de sociedades subdesarrolladas. También es frecuente en sociedades económicamente desarrolladsa. Los políticos son conscientes de las virtualidades de «sanidad social» que ejerce el deporte de élite. Por eso, lo miman. No dudan en invertir cantidades millonarias en su promoción. Les encanta estar al lado de los ídolos deportivos cuando han conseguido alguna gesta o victoria que alimenta el orgullo patrio. Tampoco tienen mayores problemas en condonar deudas a clubes si con ello mantienen tranquilos y amansados a los aficionados. O colocan a deportistas famosos en puestos directivos con la esperanza de que así sus políticas puedan tener el crédito que de otra manera sería difícil justificar.

En los libros de sociología e historia del deporte es frecuente poner como ejemplo de este uso político del deporte a Brasil hace algunas décadas atrás, cuando la «canarinha» ganaba campeonatos mundiales de fútbol y ello contribuía a calmar social y políticamente a una población que mayoritariamente estaba en situación de pobreza. Por ello, sorprende positivamente que esa población no se deje embaucar por un gobierno que parece aprovechar la celebración de la Copa Confederaciones y la próxima organización del Mundial del Fútbol para encarecer servicios sociales. Eso significa que la población no solo ha mejorado económicamente sino también culturalmente: es capaz de identificar correctamente cuando el gobierno utiliza torticeramente el deporte como arma política, y ello aún cuando aquél se sirva de glorias deportivas nacionales como Ronaldo y Pelé para intentar calmar a los que reclaman menos pan y circo y más justicia social. «Panem et circenses» no es ya una forma de gobierno que sea suficiente para mantener adocenada a la sociedad brasileña.