Inicio 1ª División La magia y la crueldad del fútbol

La magia y la crueldad del fútbol

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El Sevilla se enfrentará al Benfica en la final de la Europa League. Lo hará gracias a un gol de M’bia en el último minuto del encuentro. Cuando habían perdido la renta de dos goles. Cuando habían sido remontados poco a poco por el Valencia. Cuando nadie creía. Un cabezazo les metió en la final de Turín. El 3-1 definitivo que hacía bueno el 2-0 de la ida en Sevilla.

La magia del fútbol es el sentimiento que provoca en el aficionado. Sería imposible ver un partido fríamente. Desde el hincha con unos colores corriendo por las venas hasta el que disfruta con el sonido de un buen pase al pie. Los valencianistas la sintieron en cada uno de los tres goles que materializaba la remontada. Los sevillistas, después de 94 minutos de pasión, resucitaron cuando pensaban que nada podía cambiar. Al otro lado del estadio, un valencianista llorará todo lo que el sevillista lloró durante el partido. Como el último bocado amargo de una dulce fruta.

Y es que el Valencia estuvo de dulce durante todo el encuentro. La primera parte fue la obra máxima de Pizzi: volcó los laterales sobre el área rival como quien asedia un castillo de juguete. Bernat y Joao empujaban a los interiores a la frontal del área. Parejo se erigía como dominador del centro del campo. Suministrador de balones para Feghouli, cerebro pensante cuando se asomaba al área. El argelino transformó el primer gol después de una combinación de pases en la frontal con Vargas. Recorta dentro del área dejando sentado a su defensor para luego fusilarla con izquierda.

Jonas igualó la eliminatoria antes de la media hora de encuentro. El brasileño remató un centro de Bernat. Pizzi decidió que era el momento de dejar de pisar el acelerador. Permitió al Sevilla salir del ataúd que estaban clavando. Podría haber costado cara la decisión.  Diego Alves realizó una para antológica frente a Reyes: el meta voló de un palo a otro para rechazar un remate a placer que se cantaba ya en Sevilla. Mestalla enmudeció.

El segundo tiempo se mudó al medio campo. El Valencia no podía mantener el nivel de presión y el juego se igualó. Los defensas se imponían a los atacantes. Fue la calma que precedió a la tormenta. Cuando más igualado estaba el partido Mathieu aprovechó un rechace tras una jugada a balón parado para poner el 3-0 que enviaba a su equipo a la final de Turín.

Los últimos veinte minutos pasaron lentamente: los jugadores valencianistas se encargaron de perder tiempo, haciendo esa del “no me puedo levantar” asistidos por las eternas preparaciones de Alves para sacar de portería y los ve tú a por el balón de los recogepelotas a los sevillistas. O si no, tiro dos balones al campo. Las mismas miserias del fútbol. Lo de siempre.

El Sevilla tomó el papel de víctima. El gol llegaría como este tipo de goles deben llegar. El momento en el que las piernas están nerviosas y el cansancio vence a la calidad. El momento en el que el barullo es el mejor aliado del que desea el gol. Cuando la única obsesión es meter la pelota en el área y que sea lo que Dios quiera. El Dios del fútbol quiso que M’bia marcara tras una prolongación en un saque de banda. Es en ese momento cuando la crueldad y la magia del fútbol se miran a los ojos en un mismo estadio.