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Di Stéfano, los domingos milagro

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SatelliteEl balón no se detiene jamás. Su condición de imprescindible le permite no depender de otros. Si no está no hay juego. Conoce su encanto y solo se preocupa de estar siempre que lo reclaman. Tiene la virtud de no faltar nunca. Luego viene lo demás; ese maravilloso espectáculo en el que la pelota es solo un objeto paciente, infinitamente paciente. El balón deja que jueguen con él en vano sin saber bien, muchas veces, a qué se juega. Jamás se irrita por la inoperancia, por la impericia o por la desconsideración de quienes llamamos profesionales del balón.

Sin embargo, muy de cuando en cuando, aparece un futbolista que se asocia con la pelota, que la hace trascender y la separa de su condición de objeto ordinario en el entramado general del fútbol, para elevarla a la categoría de compañera y pareja ideal para dibujar, con una fuerza plástica maravillosa, los más atrevidos malabarismos, los gestos más hermosos. Movimiento, ritmo, oportunidad y eficacia. La razón que convierte al buen fútbol en algo más que un deporte.

Cuando un balón encuentra a ese futbolista cobra su verdadero sentido, crece en sus virtudes. Rueda mejor, vuela sin girar al ser desplazado, respeta la intensidad que se le imprime en el golpeo, atiende la dirección sugerida, cae sin brincos sobre el empeine del socio que lo eligió o vuela metros y metros, de bota a bota, sin desviarse un milímetro. Sin contar los intangibles que genera cuando se mueve con intención cerca del área. La pelota y su prolongación humana se buscan, se necesitan y, cada vez que entran en contacto, una corriente de emociones se traslada a la grada y un pálpito de peligro despierta en los rivales: algo va a pasar.

Esa armonía ni se improvisa, ni se entrena ni se da ni se recibe, se tiene o no se disfruta jamás. Muy pocos profesionales del fútbol han logrado ese mestizaje fértil que tranforma a la pelota, dándole voluntad, y hace del futbolista un virtuoso.

Se ha muerto Di Stéfano. He ensayado un par de despedidas laudatorias y todas estaban escritas ya o me han parecido flojas. Lo cierto es que no he sido capaz de hacer el hilván de alabanzas necesario, suficiente. Cuando uno quiere meter toda la admiración que siente por alguién acaba, a mí me pasa, siendo incapaz de colar por el ojo de aguja de un texto, las cosas importantes que quiere decir.

Al final, solo se me ha ocurrido asociar levemente a Alfredo Di Stéfano con la pelota. Eran el uno para el otro. Hablaban todos los idiomas del fútbol, por eso se quisieron tanto y se buscaban siempre. Ningunó exigió nada al otro porque, sobre el campo, se entendian y se juntaban de forma natural, lo daban todo para poner boca abajo los estadios. Eso ha hecho que, muchas veces,  dos parecieran uno y que su ballet, su sincronía, fuerza y talento, hayan quedado como ejemplo práctico para quienes dudan de que, una pelota y su par necesario, fueran capaces de emocionar como una gran sinfonía, como un buen cuadro, como un maravilloso poema.

Gracias a socios como Di Stéfano el balón, de tarde en tarde, dejaba de ser un objeto inerte y parecia que respiraba, que terminaba jadeante después de una galopada, que tinía vida. Ese era el milagro que Alfredo Di Stéfano hacía los domingos por la tarde. Natural y extrordinario.