Inicio Opinión Manuel Arenas «¡Árbitro, hijo de puta!»

«¡Árbitro, hijo de puta!»

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sueldos-arbitros-primera-divisionManuel Arenas (@Manuel7Arenas) Claro está que todo árbitro es un ser despreciable, un malnacido. Como buen pardillo que simplemente ha aprobado un curso al alcance de cualquiera, se dedica a deambular por los campos, despreocupado y gravemente influenciado por sus preferencias deportivas, buscando llenarse los bolsillos a toda costa.

El árbitro es alguien demasiado afortunado para los tiempos que corren. El riesgo que toma es mínimo: sabe que su puesto de trabajo no corre demasiado peligro porque para eso la tiene que hacer muy gorda. Es buen conocedor del modus operandi de los Comités, y de no cumplir con sus obligaciones atisba, a lo sumo, una sancioncita para salir del paso que haga público el correctivo y poco más. Su margen de error es infinitamente superior al de los demás trabajadores.

Y es que todo árbitro tiene la obligación moral de soportar cualquier tipo de agravio hacia su persona: le va en el sueldo. La asunción de su denigración opera como cláusula contractual. La libertad de expresión del espectador debe estar en todo caso por encima de la integridad personal del árbitro, así que todo vale.  Aunque se excedan los límites del respeto y la educación, aunque la intensidad y dureza de las expresiones sean desproporcionadas en relación a la decisión tomada, aunque el espectador no sepa de qué habla y simplemente esté en el campo porque le apetezca pasar la tarde insultando a alguien…el deber del árbitro es someterse y agachar la cabeza frente a todo lo que le venga. Eso es así.

Porque al árbitro, en determinados casos, no se le debe considerar ni persona. Claro que no. La inmundicia y podredumbre que le caracterizan deben tener consecuencias que serían indeseables para cualquiera, excepto para él. Por ejemplo, los árbitros de élite deben asumir no poder ver determinados programas con sus familias –o si quieren, hacerlo rozando el masoquismo- porque lo generalizado y aceptado es que en los medios se les ridiculice a más no poder. Es ético. Pero no solo lo es hablar y menospreciar las funciones públicas que forman parte de su cometido, sino que lo verdaderamente moral es injuriarles personalmente, acudiendo incluso a su físico y a su ética personal para castigar, desde el púlpito de cualquier lugar de España, las confabulaciones y maquinaciones insidiosas que junto a la federación han suscrito para beneficiar al equipo de turno.

Si se comparan otras profesiones con la de árbitro, es lógico que sea la peor tratada socialmente. No nos planteamos abroncar o humillar a un médico por no curarnos un resfriado, ni mucho menos vocear o desmerecer a un juez-con el que, por cierto, el árbitro comparte determinadas funciones como ser imparcial, aplicar las reglas generales al caso concreto u ostentar el monopolio de la potestad de juzgar en su correspondiente ámbito- por habernos perjudicado mediante una decisión. Asumimos que el eventual perjuicio es un riesgo que tomamos al acudir a ellos y que forma parte de su trabajo. Sin embargo, con el árbitro no aceptamos tal riesgo y esas conductas contra él son nuestro leitmotiv en muchos casos, y así debe ser.

No debemos esbozar la función arbitral como un servicio, tal y como hacemos con las profesiones antes mencionadas. Tampoco debemos pararnos a pensar la dificultad que entraña la labor de los árbitros, el poco tiempo de reacción que tienen –al contrario que los jueces-, las grandísimas presiones que soportan, y la fortaleza psicológica que necesitan para salir adelante. El árbitro ni siente ni padece, y como ser ajeno a todo su deber es oír, hacer que no ha oído nada, callar, asentir y seguir trabajando.

Si asumimos que lo habitual suele ser lo correcto, debe indicarse como tal el prototipo de hincha deportivo en la actualidad. La realidad es que no existen criterios éticos que dirijan el comportamiento de los seguidores, así que lo moralmente válido pasa a ser precisamente insultar y menospreciar al árbitro, haga lo que haga y lo haga bien o lo haga mal.

¿Qué les parece esa conclusión?

REFLEXIONEMOS. El anterior discurso es el que suscribimos implícitamente al tratar de un determinado modo a los árbitros incluso cuando sabemos que no lo merecen. Se nos llena la boca al pronunciar palabras contra el racismo o la discriminación por razones políticas, de raza o sexo, pero sin embargo no vemos que la mayor discriminación en el deporte –pues es la que siempre se produce- es a los árbitros. Los prejuzgamos, incluso antes de que indiquen el comienzo del encuentro ya los insultamos, increpamos, o esperamos a la mínima para tener la oportunidad de desahogarnos. En nuestra cabeza el hecho de ser árbitro ya supone, per se, algo malo. Y eso es innegable.

Más vale hacer este tipo de reflexiones ahora, a principio de temporada, que cuando sea demasiado tarde. Si este artículo sirviera para evitar una de tantas situaciones como ésta, la verdad es que yo ya me daría con un canto en los dientes.