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Jorge García Cabanas: «En la Quebrantahuesos he ganado la mejor medalla, la alegría» (II)

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La aventura de Jorge García Cabanas y su reto de, sin ser un ciclista de tradición, afrontar la “Quebrantahuesos” buscando una catarsis intima y personal, llegaba a su momento más importante. Tomar la salida. Llegó, por razones que no vienen al caso, solo quince minutos antes de que comenzara la prueba. Ya daba igual. Llegados a este punto solo se trataba de una dificultad más.

Jorge miraba hacia delante y solo podía distinguir a los lejos una superficie irregular de cascos que se movía de manera imprecisa y muy lentamente. Mientras dejaba que aquel tumulto de pedales se fuera aclarando,  recordaba cómo habían sido las tres últimas semanas. Quizás las más duras y las más accidentadas de su preparación.

Hubo demasiadas cosas y, seguramente, de no haber estado tan cerca del día para el que se estaba preparando, hubiera tirado la toalla. Sin embargo la proximidad de la cita y la razón por la que empezó esta singladura, le empujaron a seguir. Él sabía que si, por lo que fuera, llegaba a doblar la rodilla no se lo podría perdonar. Al final Jorge tenía claro que estaba peleando contra él mismo y contra un universo de dudas, inseguridades y miedos. La vida laboral, la vida sentimental, sus horizontes en Lousada o lejos de allí… este micromundo en el que el joven ciclista vivía, era la razón por la que tenía que seguir sobre la bicicleta. Debía despejar todo eso, sacudirse lastres y, después de cruzar la meta, ponerse el traje de vivir otra vida o la misma pero sin todo eso que le pesaba en los hombros y en el alma.

Por fin en la salida, este joven aventurero del pedal, respiraba hondo y esperaba: “Miraba al frente, veía un mar de cabezas. Estaba muy tranquilo. Respiraba hondo. Estaba concentrado. Los sonidos de alrededor, las voces, los avisos, eran como cosas lejanas que no tenían que ver conmigo. La concentración era total. Acababa de superar tres semanas en las que me pasó de todo, pero estaba allí. Superé una caída que me dejó contusiones, raspazos…y dolor en todo el cuerpo pero no podía dejar de entrenar. Luego gripe y fiebre y para terminar problemas en los abductores. Me decían que parara pero yo sabía que no podía rendirme en ese momento. Allí en la línea de salida repasaba esos momentos, aislado completamente y encontrando en los recuerdos y en las dificultades razones para no desfallecer ante los 200 kilómetros que me esperaban. Me acordaba de mi madre (Marisa) y de Sofía, mi hermana, de Pizarro mi cuñado, de Roque mi sobrino, de los amigos. Ellos habían sido mi equipo, los que me preparaban el avituallamiento para el cuerpo y para la mente. Sin este equipo no hubiera podido estar allí, a punto de comenzar mi reto”.

La salida, por su retraso en la comparecencia, la tuvo que hacer al final de casi todos. En el primer paso por meta el primer corredor ya le sacaba 45 minutos. Jorge sabía, se lo advirtieron que la salida era un peligro por el tumulto, los enganchones y la impericia de algunos ciclistas a la hora de andar en grupo. Tuvo que, mientras remontaba puestos, ver las  primeras caídas, los primeros abandonos, la entrada de ambulancias para evacuar a los afectados y atacar el primer puerto: “El primer puerto era Somport (1640 metros). Llevadero. Lo ibas subiendo y casi no te dabas cuenta. Ahí podías hablar con la gente y conocí a un gallego que subía a mi ritmo, Nelson Santos. Me vio bien y me dijo que tirara pero preferí no cambiar mi ritmo. Sabía que no debía salirme del guión. Subí a Somport sin muchos problemas. La bajada fue mucho más complicada. Esa bajada es peligrosa. Puse los cinco sentidos para  no tener ningún problema. El nivel de atención era total. En esos momentos solo vivía para mí, para la bicicleta y para cada giro. Era como si fuéramos la misma cosa. Brazos tensos y máximo control, dibujando las curvas al milímetro. Sin cometer errores… luego un falso llano y atacamos en Marie Blanque”.

El relato de Jorge es muy calmado. Cuando habla y rememora estos momentos lo hace como si pasara una película y lo viera todo ralentizado. Los momentos de relajo dentro del grupo o esa bajada en la que extremó las precauciones. Es llamativo que, pese a ser una marcha Cicloturista, en ningún momento de su relato se refirió ni a los paisajes ni a otra cosa que no fuera el corazón de la prueba, el asfalto. Está claro que todo lo vivió hacia adentro.

Tiene, en la mente, un archivo fotográfico de momentos, de situaciones y pasos que describe con todo detalle: “Empezamos el segundo puerto el Marie Blanque (1.035 metros), ya en Francia. Ahí había que ir muy atentos. Vienes con el plato grande, empieza la subida y había mucha gente que se le saltaba la cadena al cambiar de plato y volvieron los enganchones y los problemas. Estuve muy tenso y totalmente atento para evitar sustos. Eran nueve kilómetros de subida y los últimos cuatro tenían un desnivel del 12% . Vas en grupo y cada persona es un mundo. El que sube bien y sabe andar dentro del paquete, el va muerto y zigzaguea causando algunos problemas y los que casi se quedan clavados. Subí pendiente de no perder mi ritmo, no pensaba en nada que no fuera mantener mi cadencia de pedaleo. A veces, con la vista, tropezaba con rostros de dolor, de sufrimiento y después, esos recuerdos, me han hecho ver que la apuesta que hice fue muy arriesgada, que yo podía haber sido una de esas personas que iban en la bici a golpe de corazón, pero casi sin fuerzas”.

Ahora que han pasado unas semanas su relato se apoya en aspectos más despegados de la parte física y deportiva. Es como si quisiera reflexionar sobre todo lo que ha supuesto para él esta cita con el cielo y el aire que corona estos colosos de la montaña.

Los puertos, cada uno de ellos, fueron además de una prueba para su puesta a punto, una meta singular en la que recogía parte de lo que fue a buscar en la “Quebrantahuesos”. Confianza, autoestima, fuerza y no defraudarse: “El tercer puerto era el famoso Portalet, el del Tour de Francia, (1794 metros) y 29 kilómetros. Ahí, si llegas con fuerza puedes ganar mucho tiempo pero si vas justo, el sufrimiento es tremendo y te descuelgas. La primera parte, los primeros catorce kilómetros, hasta la presa, son muy llevaderos. A partir de ahí te empiezan a pesar  los kilómetros y ya peleas contra la carrera, la subida y tu cabeza. Todo es muy mental. No sabes cómo atacar la subida. Te levantas, te sientas, vuelves a dar pedales de pie, lo que puedes. Por fortuna llegué con bastante fuerza y recuperé muchas posiciones. Iba en busca de un grupo que me llevara en ese punto en que estuviera exigido, en el que fuera un poco apurado pero bien…no lo encontré y tuve que hacer tres cuartas partes de la subida en solitario. Salvo la primera parte todo lo demás lo hice solo…otra vez mi cabeza, la bicicleta y el asfalto. La bajada, por el consumo de fuerzas que había hecho hasta coronar, me preocupaba. Fui muy prudente porque la meta estaba ahí, muy cerca”.

Ahora es cuando Jorge vuelve a caer en la cuenta de los enormes sacrificios físicos que había tenido que hacer. Quizás porque se disponía a contar los detalles del último puerto, La Hoz de Jaca: “Es un puerto corto, solo dos kilómetros, pero a los 170 kilómetros de carrera, con kilómetro y medio al 12%  y con rampas de cemento al final, es mucho castigo, llegas reventado. Cuando llegué a Jaca derramé la botella de agua por las piernas, por la cabeza…recuperé la vida. Luego ya, falsos llanos hasta la meta. Ahí tiré de un pelotón de quince o veinte, durante diez kilómetros, pero solo me daba relevos cortos un vasco, porque en realidad él no podía más. Luego la entrada en meta. Una satisfacción enorme. Un silencio interior que me ayudaba a disfrutar de lo conseguido. Medio año de entrenamiento y muchas cosas que no sé cómo explicar…solo me daba cuenta de que era feliz y que había  ganado la mejor medalla: la alegría”

El resto de su relato, como si estuviera en la misma línea de meta, lo dedica a la organización, a su excelente nivel, al cuidado que procuraron a  los participantes, a los completísimos avituallamientos…otra vez a su familia. Jorge, diciendo todo esto, sentía que aún las piernas no reaccionaban, parecía que llevaba el maillot pegado al cuerpo pero, en realidad, era que aquello supuso para él algo tan fuerte que, cada vez que lo cuenta, lo vuelve a vivir: “Lo voy a seguir viviendo cada año. Vi personas de setenta años que estaban allí. La Quebrantahuesos me ha dado tanto en primera visita, que no le fallaré mientras tenga fuerzas”.  Jorge y la Quebrantahuesos, amor al primer contacto. La historia de un joven gallego que buscó la alegría cerca del cielo, quizás para estar más cerca de, Pepe, su padre. Iban juntos y Jorge lo notó…seguro.