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Bilardo, Juan Merino y el dolor irreparable

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MERINOEl Sevilla visitaba el Estadio Bernabéu. Expectación máxima. No era competición, era algo más: glamour . En el banquillo sevillista Bilardo y en el campo Maradona. Medios de todo el mundo querían la foto del “dios venido a menos” en el escaparate madridista. Comenzó el partido. Puso la pelota en juego el Real Madrid y, en tres toques, la llevó a la posición de un jugador que, entonces, se llamaba “Libre”. Rocha, brasileño, estilizado, fibroso y con mostacho hoy desfasado, recibió el balón y vio como Maradona, entrado en peso, pero todo voluntad, le fue a tapar la salida cerca de la media luna. Era el primer minuto de partido.  Rocha salió de la presión sin mayor dificultad y allí comenzó el calvario para Maradona y para el Sevilla. El partido termino 5-0 y con Maradona, brazos en jarra, sin poder dar un paso. El mejor futbolista de todos los tiempos era pasión, honor y toque…pero nada más o nada menos.

Los jugadores del Sevilla iban desfilando, duchados y desprovistos ya del barro de la derrota, hacia el autobús. Toni Grande, segundo de Vicente del Bosque, se cruzó con algunos y estrechó su mano. Gesto cordial y rutinario. Terminó el partido y el resto ya era cosa de la prensa. Cada uno contaría la feria según la vio. Diego, bajo los focos, se lamía las heridas como solo él sabe. Hasta en derrotas como aquella era retador. Nadie parecía advertir la gravedad de la herida. Sin embargo, echado en una pared y con la vista en el suelo, solo, estaba Bilardo. Siempre le he tenido afecto, es el duro más blando que conozco, y aquella imagen de roble derrumbado me movió a romper la barrera del respeto y a acercarme: “Míster, ya está. Es el Madrid. Es normal” Bilardo levantó la vista y, ojos de agua, me dijo: “Oliver cuando pierdo como hoy, por lo menos durante media hora, es como si se me hubiera muerto mi madre”. Al fondo escuchaba como los jugadores  cambiaban saludos y alguna risa con sus compañeros del Real Madrid. Se me heló la sangre. Bilardo seguía allí, solo, aguantando la pared y rememorando un dolor que solo se siente una vez. Cosas así hacen que me guste el fútbol y que valore la victoria y la derrota en términos especiales, diferentes. Me gusta pertenecer a esta familia.

Merino, el martes, fue arrojado a los leones por una irrefrenable necesidad de hacer daño a Mel. Lo hizo gente que pasa por el fútbol, pero que no es del fútbol. Había que cesar al técnico y hacerlo ante una cita en la que cualquier bético quiere estar. Dolor sobre el dolor. Pasó, sobre poco más o menos, lo que tenía que pasar y cuando Juan dijo: “Es como si se me hubiera muerto un familiar” me acordé de Bilardo. Los extremos se tocan y el fútbol es una familia de sentimientos en la que mandan demasiados extraños y mucha gente que no es de la familia y que jamás entenderá ni lo que duelen las cosas ni lo que significan los colores, los que sean. Una pena.